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Tus miedos, tus posibilidades.

¿Ves aquello sómbrico, aquello que habita como ausente, que se viste como al ras, cortado por un gélido lazo de espesura y niebla?, ¿lo ves?, ¿lo sientes? Se deja conocer porque tras su rostro asoma un engranaje a priori inmóvil; carga sobre su espalda una densa capa de palabras indecibles, huele a desconocido, a imposible y es casi una locura darle forma, textura, sitio… Quizás sea porque se conjuga con la misma gramática con la que se conjugan los abismos, los precipicios o las abisálicas fronteras; todas aquellas que portan, tras sus límites, la apertura de un mundo por descubrir.
Primero se siente como freno y entonces el corazón palpita haciendo presente al férreo director de orquesta que está comenzando a dar paso a una emoción. Ahí el cerebro, confuso, trata de poner orden al torrente de sindecires y retahílas invisibles, hunde más la presión sobre las arterias y hacen su aparición soldados convertidos en jueces exigentes que buscan la protección de la costumbre pensativa: “¡No lo hagas!, ¡no cedas!, ¡no escuches la voz que desde el vacío te llama!, ¡Reside en tu ego, reside en lo conocido!”.El calor se hace tembleteo y tan sólo puedes agazaparte tras tus trincheras. Inmóvil. Deseando que ese ataque culmine, de una vez por todas, y puedas sentirte a salvo de nuevo. El miedo se hace más fuerte cuanto más te escondes de él. Su fuerza reside en nuestra incapacidad para verlo. Es así como se hace gigante. Normal, ¿verdad?
¿A qué se le puede tener más miedo que aquello que no tiene forma? A medida que nos escondemos en nuestras rodillas, asoma su aliento por detrás, congelándonos por completo.
Tómese nota del osado que, sin darle verbo a esa apariencia, discurre como poseído arramplando todo en su andar, con su mirada puesta en un objetivo claro: cruzar esa sala llena de él mismo. Tal personaje, al llegar, nada ha visto y en nada se ha detenido pues tan sólo quería pasar rápido el mal rato, pero quizás los malos ratos no hay que pasarlos; quizás los malos ratos también hay que habitarlos.
Ahora asoma el valiente. Se levanta frente al miedo y lo observa. Se queda prendado de su particularidad, del complejo cúmulo de piezas que le conforman y, simplemente, el valiente y el miedo se miran. Uno intenta, despavorido, hacerse ver; es tan grande la energía que contiene y tan poco el espacio que en su vida le han dado, que no sabe usar otro lenguaje que el de la energía creativa, el de la energía de la presencia. Sus brazos son como los de un adolescente que no controla su fuerza. -Es eso- Comprende el valiente. El miedo es como un lobo con quien nunca jugaron (como muestra la película “Big Fish”). Así crece él: solo, descuidado, sin nadie que le peine, le acaricie, le tome en cuenta… ¿Cómo se sentiría cualquier persona así?, ¿cómo te sientes cuando no te nombran, cuando no te cuidan?
El miedo se hace ver y lo hace siendo leal a su esencia, pues es él quien nos hace caminar, crear, actuar, imaginar, inventar… De él nacen las raíces del árbol de la creatividad y la aladuría. Es el miedo quien nos avisa de la tempestad de lo desconocido, quien nos ayuda a reconocer cuándo algo va a merecer esfuerzo. Es el miedo quien nos empuja hacia el hábito de lo improvisativo, quien crea un celoso pensar sobre todo aquello a lo que llamamos seguridad.
En todo aquello que es nuestra “zona de seguridad”, allí donde el reino del pensamiento y los conceptos anidan y caminan a sus anchas, no hay aprendizaje; ahí no hay nada nuevo.
Tras el miedo habita la magia, habita lo diferente. Miren, por un instante, a todo eso que llamamos miedo y digan “tengo miedo a la soledad”; luego digan también “deseo la soledad”. Posiblemente al decirse “deseo la soledad” aparezcan numerosas posibilidades, sensaciones nuevas y emociones que nos sitúan más allá de lo cotidiano.
Recordemos que no podemos saber qué hay tras una decisión, sólo podemos saber lo que sentimos al tomarla y que, tras ella, vendrá algo nuevo y diferente; algo que nos hará sentir distintos. Tras cada nueva decisión que tomemos vendrá algo que nos vestirá con un nuevo vestido, con un nuevo lenguaje… Cuando empezamos a predecir qué nos sucederá tras una decisión, nos perdemos en las fantasías que a nuestra mente tanto le gusta construir.
Por eso, si sentimos miedo, aprendamos a sentirlo, dejemos que nos atraviese, que nos inunde y nos empuje. Tras él encontraremos un mundo nuevo, un mundo lleno de posibilidades, de magia. Encontraremos un universo donde quizás dejemos de decir eso de “ufff… menos mal que ya pasó este mal trago” y consigamos, con confianza, cambiarlo por “¡vaya! mira quién vino… a ver qué me viene a enseñar”.